Por Ignacio Castro Rey

Monotonía dispersa, más bien. Nos dicen que el director de Múltiple (M. Night Shyamalan, 2016), el mismo de aquella película de terror adolescente que se llamó Elsexto sentido, con un B. Willis que hacía -como siempre- de sí  mismo-, es de origen hindú.

Si es así, M. Night sería una perfecta expresión de los efectos mentales de una colonización cultural. No hay en esta cinta nada que no sea cultura estadounidense al cien por cien, con la misma carga de miedo paranoico que expresa en su habitual gracia D. Trump al decir: "El mundo tiene un problema, pero yo estoy aquí para arreglarlo". Tiemblen con las soluciones.

El caso es que no basta ya con que el mundo externo a la secta de los elegidos sea un desastre, una tierra sembrada de virus, razas asesinas, estados delincuentes y terrorismo. Precisamente para que la furia puritana pueda ejercerse en todas direcciones, y también hacia dentro, mortificando el cuerpo, es necesario que en el hombre mismo anide un mal radical. De otro modo el hobbesianismo insular que caracteriza a la cultura angloamericana, satanizando toda condición natal, no encontraría suficientes disculpas para mantener su perpetua campaña militar contra la espontaneidad de la vida. Hay que enderezar el curso de las cosas. También en la mente de los hombres. Tras su aire de ingenuo cómic de terror, éste es el pérfido mensaje político, específicamente para adultos, de la última película de Night. Una vez más, el espectáculo se pone al servicio del cierre de filas en el Occidente blanco y sus tropas de elite, aunque ahora acompañadas de psicólogos.

¿Sábado y palomitas? Sí, entretenimiento, pero aderezado con una música a todo volumen que nos mantiene en constante tensión, de modo que el último movimiento sombrío de la bestia ya nos pilla dispuestos al llanto. El tono de suspense inyectado, la música, la psicología barata, las escenografías bien tensadas: todo podría llevarnos a pensar que estamos ante una amena, terrorífica y, en el fondo, inofensiva película de noche. ¿Un cómic adolescente para los niños que en el fondo somos? No exactamente. Más bien un producto de consumo para adultos, pero calculadamente perverso en sus efectos políticos.  Por supuesto, de todo esto el propio Night no sabe nada, pero el desconocimiento de la ley no le ahorra -todo lo contrario- su cumplimento al milímetro. De paso que nos divierte y nos contrae de pánico, como en un parque temático, Múltiple actualiza la útil leyenda según la cual el hombre es un lobo para el hombre. A la salida toda nuestra guerra preventiva caída del norte, de la reserva afectiva al blindaje tecnológico, de la medicina al complejo militar, estará justificada.

Ni que decir tiene, pues Night no tiene un pelo de tonto, que se confecciona el producto con cierta maña, gastando bien un presupuesto que tampoco es bajo. Los trucos están bien hechos, la música densifica las escenas, todos los actores -sobre todo la atractiva y atormentada Casey- ponen cara de que algo inminente está llegando, con sobresaltos sutilmente calculados. Etcétera. En parte porque no das crédito, ni puedes levantarte del asiento para salir cuanto antes a la calle.

No hay nada como un fondo social plano para que cualquier idiota parezca un genio. 23 personalidades asedian la mente del pobre Kevin, que siempre parece tan inteligente como, por encima de todo, intrincadamente siniestro. Naturalmente, falta la número 24, la Bestia que podrá unir al hombre en una Horda capaz de amenazar -todavía más- nuestra inestable paz civil.  ¿Por qué no 124 personalidades, y así la paranoia norteamericana lo tendría todavía más fácil? Porque conviene que los espectadores, con neuronas limitadas por el constante lavado de cerebro, pueda seguir el hilo de un largometraje que abre el apetito para las hamburguesas de la salida. El terror justifica el consumo de basura prensada, pero antes debe dársele forma.

Intentamos día a día no ser racistas, pero la verdad es que, a la salida, la sala estaba llena de encantadores guiris que hablaban la misma lengua que la derecha alternativa. Toda el pánico original de la isla angloamericana, ese furioso pesimismo vital que alimenta la fuerza del optimismo civil estadounidense, llega así, gracias a un conductismo aderezado vagamente con Jung, a lo más recóndito de nuestras mentes. Por fin, como en las novelas de Follett, el terror llega al trono de nuestras decisiones.

No solo Kevin es en todas sus personalidades -ni llevamos la cuenta- un tarado funcional, sino que su madura e inteligente psiquiatra, la Dra. Fletcher, encantada de aterrorizar a distancia a un público en trance, es la última en enterarse de la criatura monstruosa que está cultivando. No es suficiente que el mundo sea un desastre, cosa que han dicho con distintos acentos todos líderes políticos de la mayor democracia del mundo. Es que ahora es necesario, para que la batalla contra el mal se haga infinita, que un virus letal se extienda bajo cualquier piel, aunque el protagonista sea blanco y caucasiano. El prójimo debe ser una bestia para que se justifique el negocio global de la venta de armas. Y en primer lugar, el arma de estar permanentemente en guardia.

¿Alguna sorpresa final en esta monotonía múltiple? Tampoco. Cuando al término aparecen unos segundos de la faz inescrutable de Willis, todos sabemos ya que el círculo del terror, donde cualquiera puede ser un monstruo, se cierra. Entonces seguimos preparados para la próxima entrega. Ánimo y a matar, como en los videojuegos, pues solo matamos zombis.