Ser docente en una universidad  pública puede significar muchas cosas. Ninguna de ellas subalterna o accesoria. La condición docente –así  la denominaré en adelante- supone siempre una construcción colectiva compatible con epistemologías liberadoras, y una vocación irrenunciable en favor del pensamiento crítico.



El fenomenal encuentro organizado por las autoridades de la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas el pasado día 28 interpretó la necesidad de ratificar un piso de inscripción afiliado decididamente a las tradiciones emancipatorias que dieron pie a la creación de esa carrera, en su momento fuertemente resistida – vale la pena recordarlo- por poderosas corporaciones locales.

Juntar en dos mesas a brillantes expositores juveniles, la mayoría de ellos provenientes de una liturgia canterana obstinada y sistemática, y a tres profesores  de nivel internacional, marcaron un punto de inflexión que tuvo la potencia suficiente para modificar proactivamente la finalidad evocatoria original del Congreso de Derecho Penal y Criminología Crítica. Hernán Gullco es un académico de valía indiscutible, un diferente que dedico gran parte de su vida a enseñar como pocos un tema crucial para la Argentina democrática: los derechos y garantías constitucionales durante el proceso penal. Julio Maier es, lisa y llanamente, un imprescindible que nos interpela desde hace décadas desde un ideal republicano de mínima intervención penal. Alejandro Alagia expresa las nuevas formas de concebir las pulsiones de muerte en un mundo donde el neoliberalismo ha condenado a centenares de millones de seres humanos a la mera condición de nuda vida, de vida desnuda, de homo sacer. Un pensador crítico extraordinario. Un intelectual excepcional.

Con semejantes expositores, el éxito de la convocatoria estaba garantizado.

Faltaba solamente una cosa. Rubricar los avances en materia de lo que se supone que debería ser un profe en su relación con la academia. La condición docente, sin ir más lejos.

Algunas conclusiones alientan a pensar que ese objetivo, esa cláusula programática de taxativa vigencia, se ratificó durante el congreso, fortalecido con un video ad hoc de Raúl Zaffaroni.

Finalmente, a los muchos colegas y alumnos, que me hicieron llegar su salutación y agradecimiento, les estoy inmensamente agradecido. No me asumo sino como una síntesis circunstancial y fungible de una lucha colectiva desigual, iniciada hace dos décadas, haciendo frente a las posturas negativas de estructuras, corporaciones y poderosos factores de poder conservadores. Aquí estamos, superando los riesgos que nos preocupaban hace algunos años, expresados en clave de gestión inquisitorial, y conviviendo -logicamente- con otros.

Llegando a mis 25 años como docente de la UNLPam, advierto, no sin agobio, que algunas de las cosas que -inspirado en maestros como Paulo Freire- pensaba en épocas de mi bautismo académico, las he convertido, por imperio de mis propios límites, en una saga de reiteraciones infinitas. Algunos podrían confundir esta opacidad con coherencia. No es lo mismo, al menos para mí. Sigo pensando, como el filósofo de Recife, que enseñar es un acto de amor. Ese amor, uno de los más insondables sentimientos que puede llegar construir arduamente el ser humano, impone una pedagogía ejercida como un medio para llegar a la emancipación. Para eso, debe la enseñanza convertirse en una dinámica deconstructiva de los ejercicios cotidianos de poder. La deconstrucción de las relaciones de poder, por lo tanto, no solamente iguala a los sujetos implicados en este proceso dialéctico, sino que también ajusta cuentas con los fetiches sobre los que se sostienen las brutales escenas verticales de un docente que "enseña" a través de respuestas eruditas y un estudiante que, se supone, "aprehende" de esa manera. Este ejercicio clásico y recurrente de sometimiento es groseramente incompatible con la horizontalidad de una pedagogía liberadora, que debe constituir el principal objetivo del docente.