Por Damián Repetto
El animal arrebata el látigo al amo y se azota
a sí mismo para ser a su vez amo, sin saber
que todo es una fantasía engendrada por un
nuevo nudo en el látigo de su señor.
Franz Kafka
Introducción

Es un lugar común de la crítica celebrar la negativa de Max Brod, amigo y albacea de Kafka, a quemar sus manuscritos inéditos, entre los que se encontraban El proceso, El castillo y América (cuyo título original era El desaparecido). Sin embargo, no es menos cierto que gran parte de lo mejor de la obra kafkiana había sido publicado en vida del autor. Aun cuando la fama mundial le vino por sus novelas, es en el relato, el cuento y las nouvelles donde, a resguardo de la monotonía de que suele acusarse a sus textos de largo aliento (Adorno, 1962: 272), la maestría narrativa de Kafka se observa en toda su magnitud.
En un artículo titulado “Apuntes sobre Kafka”, Adorno desdeña las lecturas que adscriben a Kafka al existencialismo o el psicoanálisis, “en vez de quedarse fijos ante aquello suyo que dificulta la clasificación y exige precisamente por ello la interpretación” (1962: 261). En efecto, la influencia ejercida por las ideas freudianas, en muchos casos, ha teñido los estudios kafkianos de un sesgo extremadamente biográfico. La obra fue leída durante décadas como manifestación visible de un alma atormentada por la angustia y el pesar. Así, se abandonaba la obra como tal y se concentraba la atención no ya en el Kafka autor, sino en el Kafka hombre; el checo dejaba de ser un escritor de ficciones para convertirse en un paciente. No es nuestra intención desdeñar ni poner en tela de juicio la validez de esas lecturas. Nos interesa, sin embargo, abandonarlas para centrar nuestra atención en el entramado verbal que configura la escritura kafkiana.
En este trabajo, nuestro objetivo es analizar el funcionamiento de las ideas “cuerpo” y “castigo” en En la colonia penitenciaria[1]. Para ello, antes de introducirnos en el análisis textual, ubicaremos el relato dentro del marco general de la obra kafkiana, para luego realizar un breve recorrido por los puntos más salientes en el desarrollo de las ideas acerca del castigo en la filosofía y la criminología de occidente. Nuestra hipótesis, inspirada en los trabajos de Foucault, es que En la colonia penitenciaria constituye una reflexión sobre el paso de un orden basado en la tortura y el castigo corporal, “a otro para el cual la tortura es una forma arcaica de dominación” (Ramos, 1996: 51). Se pasa de un "hacer morir, dejar vivir" del castigo corporal a un "hacer vivir, dejar morir" del castigo disciplinar.
[1] Todas las citas a la obra serán de la traducción realizada por Juan Rodolfo Wilcok. Entre paréntesis se indica el número de página correspondiente a la edición del año 1995 de la editorial Alianza.

1. Un escritor menor

La obra de Franz Kafka ha sido considerada con frecuencia como proveniente de “una literatura menor”, fruto de la encrucijada de culturas que poblaban el antiguo Imperio Austro-Húngaro. Dicha categoría es utilizada para designar el gesto kafkiano de elegir para su escritura el alemán de Praga -su ciudad natal- sintácticamente más pobre que el idioma oficial del Imperio. En el diario del 25 de diciembre de 1911, Kafka elabora su programático “Esquema de las pequeñas literaturas”. Este esquema es reinterpretado y adaptado por Deleuze y Guattari. Para ellos, la opción lingüística de Kafka constituye la primera de las 3 características de las literaturas menores: la desterritorialización de la lengua. Kafka tenía dos posibilidades: explotar la lengua alemana u optar por la pobreza del alemán de Praga. “Literariamente Kafka opta por un alemán extremadamente clásico, sin efectos de estilo, con una sintaxis mucho menos compleja que la de los escritores alemanes que le son contemporáneos” (Link, 2005: 181). Las otras características que los franceses atribuyen a las literaturas menores son, en segundo lugar, que todo en ellas es político y, tercero, todo adquiere valor colectivo (Deleuze y Guattari, 2002: 26-28). Pero, ¿qué es una literatura menor? Es una literatura no hegemónica, sin tradiciones, sin canon. El canon es prescriptivo y paralizante; las literaturas sin canon son más libres y dinámicas (Link, 2005: 183). La literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la de una minoría dentro de una lengua mayor (Deleuze y Guattari, 2002: 46).

Según sus biógrafos, Kafka comenzó a escribir en 1897, cuando contaba con sólo 14 años, aunque la primera obra importante que se conserva es “Descripción de una lucha” (escrita entre 1904 y 1905). Su primera publicación data de 1909, año en que aparece en el periódico Hyperion el cuento “Los aeroplanos de Brescia”, primera narración en lengua alemana que abordó el tema del reciente desarrollo de la aviación. Pero 1912 es el año de ruptura en la producción de Kafka: en ese momento se abre un enclave creativo que persistirá hasta 1917, año en que le diagnostican tuberculosis. Según Amícola, “a partir de 1912 se dejan de lado las narraciones en primera persona -que caracterizan a su primera época- para adoptar la visión de una instancia narrativa que se identifica con el subjetivismo del protagonista” (1993: 76-77).
En ese año escribe La condena y La metamorfosis[1] y conoce a Felice Bauer. Este encuentro es de vital importancia no sólo en lo que respecta a la vida sentimental de Kafka, sino sobre todo por la relevancia que tuvo para su labor creativa. A este respecto, es preciso considerar lo expresado por Elías Canetti, quien asegura que las cartas no constituyen un fin en sí mismo, son un pretexto, están al servicio de la creación literaria (Canetti, 1976)[2]. Por su parte, Deleuze y Guattari consideran las cartas como el primer componente de la ‘máquina literaria de Kafka’. Por eso aseguran que Canetti no ve el uso perverso de las cartas, el proceso vampírico de Kafka, su deseo de “succionar” en otros la fuerza necesaria para escribir (Deleuze y Guattari, 2002: 46). Pero, más allá de este debate, lo importante es que las cartas pertenecen a la escritura, no epistolar, no literaria: escritura.
Un año después de iniciado el flujo epistolar, Kafka publica El fogonero en la Editorial Kurt Wolff[3], texto que con el tiempo se convertiría en el primer capítulo de América. En el año 1914 comienza a escribir El proceso y, entre el 3 y el 18 de octubre, redacta En la colonia penitenciaria, publicada finalmente en 1919, pues Wolff se negó a hacerlo mientras durara la guerra. Ese mismo año redacta la Carta al padre.
Los diarios de Kafka (escritos entre 1910 y 1923) están plagados de alusiones a la escritura, al avance de las obras, a los problemas que le presentan, pero en los correspondientes a octubre de 1914 no hay ninguna referencia a En la colonia penitenciaria, aunque sí hay varias alusivas a El Proceso[4]. No obstante, en la anotación del 2 de diciembre de ese año Kafka refiere una lectura en casa de Werfel -uno de los jóvenes poetas de Praga más importante: “Tarde en casa de Werfel con Max y Pick. Les he leído En la colonia penitenciaria sin que haya quedado del todo insatisfecho a pesar de los flagrantes e imborrables fallos” (Kafka, 2000: 278). Sin embargo, en 1916, 3 años antes de la publicación del libro, Kafka realizó una lectura pública en Berlín que fue un fracaso. Algunos de los asistentes abandonaron la sala antes de que la lectura concluyera, horrorizados por la descripción de los suplicios.

2. La resonancia de los suplicios: Apuntes sobre el castigo.

En su libro La problemática del castigo. El discurso de Jeremy Bentham y Michel Foucault, Enrique Marí expone las dos grandes teorías elaboradas en torno al castigo, más allá de las diferencias entre los pensadores y los momentos históricos: la utilitarista y la retribucionista. La primera asegura que el objetivo general de las leyes es garantizar la felicidad de la comunidad. Por eso, debe eliminarse todo aquello que tienda a perturbarla. Para los defensores de esta hipótesis, el castigo constituye un mal en sí mismo, pero se justifica en la exclusión de un mal mayor. La acción del dolor, en este sentido, sirve si de su aplicación deriva un bien. La segunda teoría, como su nombre lo explica, se basa en la hipótesis de una justicia retributiva: el autor de la ofensa -del crimen- ha causado un daño y merece ser castigado en consecuencia; debe retribuir o reparar su acción.
Una vez expuestos estos principios, Marí realiza un breve recorrido por los puntos más salientes en la reflexión respecto del “arte de castigar”. El primer filósofo de quien se ocupa es Platón. El griego, en Las leyes, sostiene que la pena aplicada al criminal debe ser dura, no a causa del mal cometido, pues el pasado no puede abolirse, sino en vista del porvenir. Platón entiende que la actividad punitiva es función del Estado, en tanto conductor de los hombres hacia la virtud. La matriz de su pensamiento no es que el castigo debe ser retribuido, sino que debe instituirse en un medio a la vez terapéutico y educativo. La pena, entonces, es una pedagogía.
Aristóteles, por otro lado, propugna la “corrección del infractor recuperable, o el destierro de los absolutamente incurables” (Marí, 1983: 70). Por su parte, a pesar de los matices que los distancian, Agustín de Hipona y Tomás de Aquino coinciden en afirmar que el hombre castigado se enriquece y, al mismo tiempo, puede prevenir a otros por medio de su ejemplo.
David Hume sostiene que todas las leyes fundadas en los castigos y recompensas tienen capacidad para producir el bien y prevenir las acciones malignas. Locke asegura que el poder político consiste en el derecho de instituir leyes con penalidades de muerte (el poder de la espada del soberano analizado por Foucault 1996, 2000 y 2006). De este poder derivarán todas las penalidades menores para la regulación y preservación de la propiedad. Para Locke, toda transgresión debería ser castigada con severidad, hasta que la falta se convierta en motivo de arrepentimiento y temor. Unos años antes Hobbes había planteado ideas similares a las de Locke, pero añadía el carácter preventivo del castigo.
En el capítulo V de El contrato social, titulado “Del derecho de vida y de muerte”, Rousseau escribe que “el contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes” (1993: 34). El criminal, al atacar el derecho social, se coloca fuera del pacto y, por lo tanto, ya no es ciudadano. Rousseau aclara, sin embargo, que sólo se puede hacer morir a quien no pueda ser recuperado. En cambio, Beccaria sostiene que la idea del contrato social no incluye la aceptación de los individuos a ser ejecutados. Marí dice que esta circunstancia lo llevó a formular un extenso alegato contra la pena de muerte, en el capítulo XXVIII de su obra Del delitti e delle pene. En rigor, tampoco en Hobbes el derecho a la autopreservación de la vida entra en el pacto o contrato, no se aliena nunca ese derecho, dado que es el que nos lleva a pactar.
Marí dedica mucha atención al que, acaso, sea el problema fundamental de las teorías del crimen: la relación entre ofensa y castigo. En este sentido, el autor plantea 3 cuestiones centrales: 1º) ¿Es posible concebir un castigo sin ofensa?; 2º) ¿puede comportar la ofensa su propio castigo?; 3º) ¿es la ofensa condición necesaria y suficiente del castigo? La primera cuestión atañe al dilema del castigo de los inocentes y de la responsabilidad colectiva. La segunda pregunta involucra la teología y la metafísica al plantear si el crimen es un castigo en sí mismo. La última, según Marí, “está en el corazón mismo de la polémica que separa a las dos corrientes principales que buscan justificar el castigo” (1983: 76).
Pero, sin lugar a dudas, unos de los puntos de inflexión más importantes en el pensamiento respecto del castigo lo constituyen las ideas de Jeremy Bentham, en especial su libro El panóptico, publicado 1791. Allí, Bentham describe un edificio circular, divido en celdas que ocupan todo el ancho de la construcción en seis pisos. En el centro de este edificio se encuentra una torre, divida en “altos de modo que cada uno domina de lleno dos líneas de celdas” (Marí, 1983: 136). En esta torre se ubica un oficial cubierto por una celosía que le permite observar a los presos sin ser observado. Para Bentham, la ventaja fundamental del panóptico es que, al estar todo el tiempo a la vista de un inspector, la capacidad de hacer mal se inhibe, “y casi el pensamiento de intentarlo” (Bentham, 1989: 37). De este modo, a la larga, se prevendrían el mal y se aseguraría la paz para la comunidad. Por su parte, Michel Foucault opina que el panóptico es la estampa arquitectónica de un poder disciplinario que, desde fines del siglo XVIII, se extenderá por toda Europa, no sólo en los edificios carcelarios, sino que su racionalidad impregnará otras instituciones sociales: escuelas, fábricas, hospitales.
En la primera parte de Vigilar y castigar, titulada “Suplicio”, Foucault explica que hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX los suplicios desaparecen de la escena pública. Es decir: desaparece el cuerpo como blanco de la represión penal. En esta transformación, sigue, intervinieron dos procesos. Por un lado, la desaparición del espectáculo punitivo: “el rito que cerraba el delito se hace sospechoso de mantener con él turbios parentescos” (2000: 16). Ahora, es la propia condena la que se supone que marca al delincuente. El segundo proceso es un cambio en el status del dolor. El sufrimiento físico no es ya un elemento constitutivo de la pena: “el castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos”, explica el autor (2000: 19). La pena ya no está centrada en el suplicio como técnica de sufrimiento, sino que su objeto es la pérdida de un bien o un derecho.
Ahora bien, ¿qué implica específicamente el suplicio? Según Foucault, el suplicio es una producción diferenciada de sufrimientos, “un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga” (2000: 40). Así, el cuerpo expuesto, exhibido, es el soporte público del procedimiento: sobre el cuerpo de l condenado el acto de justicia debe ser legible por todos. La lentitud del suplicio (que en el caso del cuento de Kafka dura 12 horas), los gritos y sufrimientos del condenado desempeñan el papel de prueba definitiva. “El suplicio desempeña una función jurídico-política (...) tiene por objeto reconstruir la soberanía por un instante ultrajada: la restaura manifestándola en todo su esplendor”, concluye Foucault (2000: 54).
El fin de la era de los suplicios, continúa el francés, se dio por el nacimiento de la disciplina. Las disciplinas son fórmulas generales de dominación tendientes a la fabricación de cuerpos dóciles. Un cuerpo dócil es aquél “que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado” (2000: 140). Las disciplinas son técnicas especializadas en la economía y el aprovechamiento del tiempo: “se trata de extraer del tiempo cada vez más instantes disponibles y, de cada instante, cada vez más fuerzas útiles” (2000: 158). Respecto del castigo en la disciplina, éste forma parte de un sistema normalizador: el castigo restituye un orden que ha sido violado. Así, sigue Foucault, el poder de la disciplina es un poder soberano: “desde el punto de vista de la vida y de la muerte, el sujeto es neutro y sólo gracias al soberano tiene derecho de estar vivo o muerto” (1996: 194). Él llama a esto anatomopolítica.
En el cuento de Kafka, la concepción foulcaultiana del paso de una economía del castigo centrada en los suplicios a otra que ubica su campo de acción en la disciplina corporal, es clave. Es, como señalamos, el pasaje un "hacer morir, dejar vivir" del castigo corporal a un "hacer vivir, dejar morir" de la disciplina. El choque entre las ideas del explorador y del oficial, fiel al régimen del fallecido comandante, representa el enfrentamiento entre una mentalidad moderna y disciplinar con otra arcaica, peligrosamente cercana a aquello que busca prevenir y castigar.

3. Cuerpo y castigo en En la colonia penitenciaria

Leer la obra de Kafka implica, necesariamente, introducirse en un sistema en el que una serie de elementos básicos se combinan para dar cuerpo a la literatura. Partimos de señalar una clara oposición respecto de las otras ficciones que forman el enclave 1912-1917 que señalara Amícola. Así, a diferencia de lo que sucede en La metamorfosis, La condena o El desaparecido, el espacio de En la colonia penitenciaria es un afuera que, al mismo tiempo, se configura como un no-lugar, un espacio impreciso, opuesto a la habitación de Samsa, la casa de Bendemann o el barco en que viaja Karl Rossmann. La única mención geográfica aparece en un diálogo, donde se dice que los trajes son demasiado pesados para el trópico (el calor será a lo largo del relato un elemento determinante de algunas conductas), pero esta referencia vaga tiende a reforzar la idea del no-lugar, de la ubicación imprecisa.
En ese lugar indeterminado un personaje, un extranjero llamado “explorador”, es invitado por el nuevo comandante de la Colonia Penitenciaria del lugar a asistir a la última ejecución que será llevada adelante por un viejo oficial[5]. La víctima es “un soldado condenado por desobediencia e insulto a sus superiores” (p. 5). Si bien el trabajo del explorador es incierto, parece tener algún tipo de influencia diplomática; por eso el oficial intenta ganar su favor para que interceda ante el nuevo comandante de la Colonia, quien ha decretado el fin de las penas capitales.
El suplicio, ligado a una forma primitiva o premoderna de castigo, en términos foucaultianos, es llevado adelante por una máquina que será puesta en funcionamiento por última vez para castigar al soldado. Foucault ha dicho que los suplicios constituían un espectáculo punitivo, en el que la participación del pueblo volvía “pedagógico” el espectáculo: la observación directa del sufrimiento del condenado era la principal herramienta persuasiva para los futuros transgresores de la ley. A través del suplicio y la representación del dolor, la ley se hace presente, visible, pública. Como en un circo romano, las ejecuciones en la Colonia Penitenciaria eran presenciadas por todos los habitantes de la isla, quienes incluso contaban con lugares preferenciales de acuerdo al escalafón social o a su poder adquisitivo. A la última ejecución, sin embargo, sólo asisten el oficial, el explorador y un soldado cuya tarea es vigilar al condenado:

“¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver” (p. 33)

Este desinterés del público es uno de los elementos que constituyen el paso de una economía de los suplicios, cuyo foco de interés era el cuerpo, a una organización que deja de lado la acción directa y pública sobre el mismo para centrar su atención en la disciplina de esos cuerpos.
El explorador asiste contra su voluntad a las largas explicaciones del oficial respecto del funcionamiento de la máquina, mientras éste realiza los preparativos. El aparato, cuyos planos custodia celosamente el oficial, es un diseño del antiguo comandante, símbolo del régimen corporal del castigo. La máquina, cuyo funcionamiento supone un suplicio de 12 horas, se divide en tres partes:

“Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama; la de arriba, el Diseñador, y ésta del medio, la Rastra” (p. 9).

A diferencia de otras obras del enclave 1912-1917, donde el aspecto narrativo, con una fuerte presencia del narrador en el devenir de los sucesos es central, en En la Colonia penitenciaria eso no sucede. La estructura dramática del relato gira en torno a los diálogos entre el explorador y el oficial, y el narrador es una especie de acotador. Otra diferencia respecto del sistema narrativo de Kafka es que en muchas de sus obras predomina el polo argumentativo; aquí, en cambio, la secuencia explicativa ocupa casi la totalidad del relato, concentrada en el discurso del oficial respecto del funcionamiento del aparato:

“Las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra (…) Aquí, sobre al Cama, se coloca al condenado (…) está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama, esta pequeña mordaza de fieltro (…) tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua” (p. 10-11)

No obstante, el aspecto argumentativo aparece en aquellos pasajes en que se efectúa una defensa del antiguo orden[6].
Si al principio se mostraba indiferente, conforme avanza la explicación el explorador demuestra interés en el aparato. Toca los distintos componentes, efectúa preguntas. Esta nueva actitud entusiasma al oficial quien cree haber ganado un aliado en su lucha contra los enemigos del régimen impuesto por el antiguo comandante.
El explorador interroga al oficial respecto de las características de la condena. Se le informa que el procedimiento consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado la disposición legal quebrantada; en este caso, el reo recibirá la leyenda “Honra a tus superiores”[7], pues se lo castiga por haberse dormido en una guardia, mientras custodiaba la residencia de un superior. A partir de la inscripción en el cuerpo, el condenado realiza una confesión. Confiesa su crimen y lo actualiza. No importa en realidad si lo ha cometido o no, pues la verdad no está en los acontecimientos sino en el poder de la institución que la proclama y en el cuerpo del condenado que la verifica. Para Hopenhayn, “la confesión es parte del programa de sujeción del sistema dominante” (1983: 17).
El conocimiento de la condena produce el primer quiebre del relato, la primera textualización del enfrentamiento entre las ideas del explorador y el representante del viejo orden de la Colonia. Estos choques, que se repetirán a lo largo del relato, ponen en evidencia los dualismos que recorren la obra de Kafka. El autor suele presentar “dos racionalidades irreconciliables, dos discursos que no encuentran mediación alguna” (Hopenhayn, 1983: 123):

“-¿Conoce él su sentencia?
-No -dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones; pero el explorador lo interrumpió:
-¿No conoce su sentencia?
-No -repitió el oficial, callando un instante, como para permitir que el explorador ampliara su pregunta-. Sería inútil anunciársela. Ya lo sabrá en carne propia (…)
-Pero, por lo menos, ¿sabe que ha sido condenado?
-Tampoco -dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
-No -dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente-; entonces, ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
-No se le dio ninguna oportunidad de defenderse (…)” (p. 15-16)

“Escrita, secreta, sometida -explica Foucault-, para construir sus pruebas, a reglas rigurosas, la instrucción penal es una máquina que puede producir la verdad en ausencia del acusado” (2000: 43). El diálogo pone en evidencia el enfrentamiento entre dos modelos jurídicos. Uno, propio de la modernidad, basado en la existencia de tribunales y en la posibilidad de defensa para los acusados; otro, más “primitivo”, que encuentra sustento en el poder soberano para hacer morir a los súbditos y que cosifica a los sujetos al convertir sus cuerpos en simples receptores de un castigo. La justicia, en este sentido, es un poder que cosifica. Se trata de un sistema inundado por la arbitrariedad y donde los excesos del poder son constantes, y en el que una misma persona reúne las labores de juez y verdugo, como es el caso del oficial. De algún modo, En la colonia penitenciaria puede leerse como un pre-texto de El proceso: en ambos textos existe un orden que castiga a los sujetos sin que éstos sepan por qué, ni exista alternativa. Según Isaacson, Kafka plantea la imposibilidad de la justicia, pues su existencia implicaría que los hombres pueden ser culpables. En una sociedad que le ha sido impuesta, en un mundo cuyas reglas no ha elegido, “¿cómo puede ser culpable quien no tiene opción, quien no puede elegir?” (Isaacson, 1974: 44).
En el sistema impuesto por el antiguo comandante pueden leerse dogmas religiosos ancestrales. Para el judaísmo, religión a la que pertenece la familia Kafka, la culpa es indudable. Así lo afirma el oficial: “La culpa siempre es indudable” (p. 17). El derecho en la Colonia es un discurso que construye culpables. La culpa original es la marca adánica, y el derrotero de una vida el largo calvario para expiarla. Asimismo, resulta relevante señalar la importancia que para la religión judía tienen la Ley (la verdad escrita) y los Jueces, en tanto exegetas irrecusables de la palabra divina.
En sus Diarios, Kafka insiste en lo absurdo de este carácter inevitable del pecado original[8]. Para él (y este aspecto lo destacan muchos críticos, entre ellos Max Brod[9], amigo íntimo y también judío) era intolerable la pretensión de imponer a los sujetos una carga que ellos no habían pedido y de la cual tampoco eran responsables[10]. En este sentido, los diseños elaborados por el antiguo comandante, tan celosamente custodiados por el oficial, hacen las veces de Tablas de la ley. Los planos sólo pueden ser interpretados por los especialistas, su contenido sacro está a resguardo de las miradas legas.
La narración establece un juego de paradojas, a las que era tan afecto Kafka: el oficial, quien no puede prescindir de la explicación, da una pintura precisa, aunque desorganizada, del funcionamiento de la máquina que contrasta con la naturaleza atroz y brutal del castigo. La descripción del modo en que se lleva a cabo el castigo muestra que todo el suplicio es una gran puesta en escena. En cualquier caso, el mayor horror no es narrado: el de los cientos de ejecuciones previas, la era gloriosa de la máquina. De acuerdo con el análisis de Foucault, el suplicio es un espectáculo punitivo que, al tiempo que ofrece un show para quienes asisten a la ejecución, constituye un instrumento persuasivo para que los espectadores se abstengan de transgredir las leyes:

“Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo” (p. 20).

Por otro lado, puede leerse la sentencia marcada en la espalda como una metáfora (o una alegoría, como Ante la ley) de la imposibilidad de los sujetos para penetrar en la ley, para conocer los oscuros fundamentos que sustenta del edificio jurídico y la organización social que el sujeto padece:

“(…) no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo; estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte sino después de un lapso de doce horas (…)” (p. 24)

Como en la parábola que el confesor narra a Joseph K. antes de su ejecución, las puertas de la ley sólo se abren cuando la condena es la única realidad; la ley se torna comprensible cuando su acción es inevitable.
Según señala Foucault, la transición de un sistema jurídico a otro no es abrupta y. por otra parte, no está exenta de ataques y resistencias por parte de los defensores del régimen decadente. Este pasaje paulatino hacia una economía disciplinaria de la aplicación de justicia está representada En la colonia penitenciaria en el lento y progresivo deterioro de la máquina y en su falta de mantenimiento:

“La correa destinada a la mano izquierda se rompió, probablemente el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa” (p. 28)

Y más adelante

“-Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases.” (p. 28-29)

La inminencia de la ejecución obliga al explorador a reflexionar. Es indudable “la injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución” (p. 30). Comprende que su rol en esa tarde es evaluar el procedimiento, que la invitación supone dar su opinión sobre el modo de aplicar justicia en la isla. Así lo entiende el oficial, quien en su afán explicativo busca granjearse la opinión favorable del explorador:

“(…) ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida -y señaló la máquina- desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea extranjero y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla.” (p. 33)

Al hablar del orden impuesto por el comandante actual, el oficial lo refiere como “la nueva doctrina compasiva” (p.31). Este comentario, más allá del enfrentamiento entre los sistemas jurídicos señalado, puede leerse como una metáfora del cristianismo. Si la ley judía se caracteriza por ser impenetrable e inflexible, a los ojos de un judío de Praga, acaso el cristianismo resultara más tolerante y humanitario.[11]
Como ha sido señalado, para el sistema instaurado por el viejo comandante el maltrato del cuerpo -su cosificación- tenía un valor pedagógico, además de su calidad de “entretenimiento”: la exposición pública del suplicio y el horror de la tortura eran la certeza tranquilizadora de que la justicia había sido servida. Al mismo tiempo, debía persuadir a los testigos de cualquier intento de transgresión. Kafka ironiza al respecto, al destacar el lugar privilegiado que ocupaban los niños:

“[el comandante] muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo” (p. 35)

El oficial sospecha las intenciones del nuevo comandante al enviar al explorador a observar la ejecución y evaluar el sistema. Las autoridades temen proceder contra el oficial, último defensor del antiguo régimen, y apelan al juicio de un extranjero “habituado a las ideas europeas” (p. 37)
A partir de allí, el oficial abandona el tono explicativo que dominaba su discurso, para adoptar una actitud argumentativa. Así, en tono hipotético, presenta todos los posibles argumentos que el explorador podría esgrimir contra la máquina y se prepara para refutarlos y captar su opinión favorable. El oficial supone que el extranjero puede mostrarse contrario a la pena capital e incluso objetar el procedimiento judicial en su conjunto:

“(…) tal vez usted diga: ‘En mi país el procedimiento judicial es distinto’, o ‘En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia’, o ‘En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte’, o ‘En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media”. (p. 38)

Sin embargo, el oficial objetará que la situación en la isla en materia de justicia corre por un camino distinto. Por ello, intenta cautivar al explorador con sus explicaciones; cree que el extranjero se admirará del procedimiento y que su explicación -de allí la insistencia- lo ha convencido de interceder a su favor ante las nuevas autoridades de la Colonia.
Se produce entonces el segundo quiebre o enfrentamiento: el explorador minimiza su influencia y se manifiesta incapaz de ayudar al oficial. Ante la arremetida de este último, quien siente su desprotección, se produce el enfrentamiento final, que acelera el desenlace de la historia. El explorador abandona los eufemismos y espeta un rotundo “No”. Opera un cambio de roles, y es el explorador quien toma la palabra y comienza a justificar el por qué de su negativa. Es el comienzo de la decadencia del oficial, quien comprende la cercanía del fin del sistema que con tanto tesón defendió. Entonces, libera al prisionero y se acomoda en la máquina a la espera de una sentencia que él mismo ha escrito. Se lleva a cabo una transformación en el personaje: así como el padre de Bendemann se convierte de un ser débil y apacible en otro que decreta la muerte de su hijo, el oficial pasa de ser quien aplica la justicia en el ámbito de la colonia a convertirse en un ajusticiado.
El oficial recibirá la sentencia “Sé justo”. En el marco de En la colonia penitenciaria ser justo significa aceptar la ley, por irracional que parezca. El oficial, al fracasar en sus intento de sostener el antiguo régimen debe perecer frente al nuevo poder que controla la colonia.
El soldado y el ex condenado no comprenden muy bien qué sucede. El explorador, sin embargo, los expulsa, les impide, aun ante las protestas, presenciar el espectáculo del suplicio. La máquina, a poco de comenzada su tarea de castigar el cuerpo indemne del oficial, falla. Tuercas y tornillos saltan hacia todos lados, las correas chirrían, el humo se apodera del ambiente. En una curiosa paradoja, el régimen de tortura corporal, que cosificaba a los sujetos al convertirlos en simple receptores de un castigo, encuentra su clausura en el cuerpo victimizado de su más ferviente defensor.
Hay un corte temporal en la narración. Una vez en el pueblo, el explorador se dirige al bar de los trabajadores portuarios. En un rincón, bajo unas mesas, se encuentra la tumba del antiguo comandante. Una inscripción corona la lápida:

“Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de un determinado número de años el comandante resurgirá, y desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!” (p. 61)

Esta profecía termina de delinear el rol del oficial: es el profeta, el encargado de proclamar el renacimiento del líder, su nuevo advenimiento. La muerte y el descalabro de la máquina de tortura ponen fin a cualquier posibilidad de restauración. Se consolida un sistema jurídico disciplinario que abandona los castigos corporales para reemplazarlos por otros más sutiles y acaso más efectivos, que convierte los cuerpos en susceptibles de ser sometidos, transformados y perfeccionados.

4. Conclusión

A lo largo de su historia, la concepción que las sociedades occidentales han tenido respecto del castigo ha variado mucho, pero no se han movido de un punto central: tanto para los teóricos de ley como para los encargados de aplicarla, la vida social supone un conjunto de reglas cuya desobediencia requiere un castigo. En la colonia penitenciaria es una poderosa narración que tematiza el pasaje de una teoría del castigo que entendía el cuerpo del reo un foco que debía ser torturado a otra que ve en el cuerpo del otro la posibilidad de adecuarlo y transformarlo. Es el pasaje de una sociedad donde el espectáculo punitivo es moneda corriente a otra que siente vergüenza de la exposición pública de la pena: se pasa de una economía jurídica centrada en el castigo corporal a otra que supone la suspensión de algunos derechos.
Si bien este dato puede resultar positivo, Foucault explica que, a medida que las ciudades crecen y las relaciones sociales se tornan más complejas e inaprensibles para el poder, los mecanismos de control social se tornan más sutiles y sofisticados. La técnica disciplinaria implica una lógica que no se aplica sólo a la institución carcelaria, sino que su funcionamiento de fabricación de cuerpos dóciles se reproduce en la fábrica, el hospital, la escuela. El poder ya no es la espada del soberano que venga una ofensa haciendo morir a los sujetos, sino que es la sociedad toda la que actúa como veedora de sus propios comportamientos.
El cuento de Kafka, aun cuando denuncia la atrocidad de los castigos corporales, pone en evidencia que la posibilidad de que los sujetos sean culpables es algo que los excede. Antes bien, tanto en un plano teológico como en lo que respecta a la organización social, los sujetos son arrojados a un mundo impuesto, con leyes desconocidas y cuyas puertas permanecen cerradas.


5. Bibliografía

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[1] Según muchos especialistas, la traducción correcta debe ser La transformación.
[2] En los 6 años que duró la relación, Kafka envió a Felice más de 500 cartas y postales.
[3] Kurt Wolff también fue editor de los expresionistas. Esta circunstancia, junto con algunas coincidencias temáticas y ciertos pasajes cuasioníricos y “extrañadores” (en el sentido formalista del término) de sus obras, ayudó a que se ligara a Kafka con ese movimiento. Rodolfo Modern, por su parte, asegura que no se puede adscribir la obra de Kafka al expresionismo porque “la simbología general de su acción y personajes, su peculiar clima de pesadilla y angustia, escapan a todo rótulo y ubican sus narraciones dentro del gran arte de todos los tiempos” (1972: 54).
[4] El 31 de diciembre de 1914 Kafka anota en su diario: “He escrito parte de los siguientes textos inacabados: El Proceso, Recuerdos del ferrocarril de Kalda, El maestro de aldea, el ayudante del fiscal general, y breves intentos. Sólo terminados: En la colonia penitenciaria y un capítulo de El desaparecido (...)” (Kafka, 2000: 283).
[5] Una característica de la escritura de Kafka es que muchas veces los personajes no tienen nombre propio, sino que se los identifica por sus funciones o trabajos.
[6] Para Marí, el aparato “es un símbolo y una figura escrituraria del castigo retributivo” (1983: 137).
[7] “[En la colonia penitenciaria] presenta la ley como forma vacía y sin contenido, cuyo objeto permanece incognoscible: la ley por lo tanto no puede enunciarse sino en una sentencia y la sentencia no puede conocerse sino en el castigo” (Deleuze-Guattari, 2002: 68).
[8] Para Hopenhayn “el absurdo en la narrativa de Kafka radica en mostrar lo absurdo del poder” (1983: 175).
[9] En su libro Kafka, Max Brod relaciona En la colonia penitenciaria con el libro de Job, pues entiende que ambos textos plantean la lucha del hombre contra el absoluto. Hace extensiva esta relación a ‘Ante la ley’ y El proceso (2000: 202 y ss).
[10] Esta crítica se extiende a otras instituciones sociales como la familia, el trabajo, el matrimonio. En todo caso, un dato anecdótico pero revelador es que Kafka vuelve a acercarse al judaísmo a partir del estudio del teatro popular yiddish.
[11] Obviamos, claro está, los innumerables crímenes de toda índole cometidos y amparados por la cúpula papal.