La última semana ha sido dramáticamente pródiga en evidencias rotundas de la existencia de un sistema de control global punitivo, que se expresa a través de lógicas y prácticas imperiales capaces de poner en crisis los estándares de convivencia del capitalismo, al menos como lo conocíamos durante la modernidad temprana.
Una determinación sistémica a la utilización de prácticas de control global policíacas de altísima intensidad, y guerras de baja intensidad, aunque capaces de provocar enormes masacres, son dos de los rasgos más salientes de la era del control global.

El Presidente Obama acaba de confesar que su país que su país torturó gente después del 11-S. Es obvio que el Premio Nobel de la Paz paradójico intenta emparentar esas prácticas violatorias de los Derechos Humanos fundamentales, con la gestión de una gestión republicana. Eso no lo releva, en absoluto, de su responsabilidad en Guantánamo, por motivos análogos, ni tampoco por los numerosos crímenes cometidos o ayudados a cometer en distintos países del mundo durante todo su mandato.

No debe olvidarse que, tiempo atrás, la propia Hillary Clinton le había aconsejado levantar el “embargo” a Cuba (en realidad, un bloqueo groseramente ilegítimo que data de décadas), otro atropello a los derechos fundamentales cuyas consecuencias para el pueblo cubano ya hemos analizado en este mismo espacio cuando relevábamos los casos más emblemáticos de crímenes contra la Humanidad cometidos por el imperio.
Tampoco que, hace pocas horas, el Congreso de Estados Unidos autorizó la entrega a Israel de 225 millones de dólares para que esta nación refuerce su escudo de proyectiles “Cúpula de Hierro” (“Iron Drome”) y profundice sus crímenes masivos contra el pueblo palestino. La singular ayuda (que equivale a más de la mitad de los 369 millones de dólares solicitados por la ONU para asistir humanitariamente a las víctimas de la franja de Gaza) fue aprobada por la Cámara de representantes por 395 votos a favor y  solamente  8 en contra, lo que revela parte del delicado entramado de poder que somete a la humanidad.
Estos ataques de máxima ilegalidad, no solamente están amparados por el gobierno estadounidense, sino también por gran parte de sus aliados occidentales, veteranos perpetradores de crímenes de masa. Para ello no hay más que recordar lo ocurrido en la antigua Yugoslavia y el rol que  los mismos países asumieron respecto de la crisis de Ucrania.
Estos ejemplos de preeminencia desembozada de la fuerza son encarnados, principalmente,  por la política exterior asegurativa de los Estados Unidos, que se reconoce a sí mismo, explícitamente, como una excepción con respecto a la ley, que se exceptúa unilateralmente -vale destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los Tratados y Convenciones internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y tribunales internacionales, arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen por qué atenerse a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los ataques preventivos, el control de armamentos, las torturas, las muertes extrajudiciales y las detenciones ilegales.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable, según la recordada definición de Madeleine Albright, sencillamente porque tiene más poder que nadie”[1], y lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración de Arizona, la doctrina de las ventanas rotas o la tolerancia cero que caracterizan su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también- un pretendido derecho globalizado construido en esta misma clave de emergencia permanente).
El discurso neopunitivista, uno de los datos constitutivos de la modernidad tardía, plantea de esa forma la utilización del derecho como una herramienta útil y apta para hacer frente a  una multiplicidad de conductas que generan las nuevas “inseguridades” en las denominadas “sociedades de riesgo”.
Las características de este nuevo derecho se sintetizan y sincretizan no en una tendencia unitaria a criminalizar a sujetos individuales en circunstancias determinadas, sino en la configuración de un  control punitivo de última generación que se expresa de manera “glocal”[2] y grupal, y su objeto de control es la rebelión o la autonomía de los excluidos o los insumisos, sobre la base de la adhesión a las teorías que justifican las medidas de coerción y las sanciones, con apego a  tesis prevencionistas o retribucionistas.
Asistimos así a la vigencia de un sistema  de lógicas globalizadas y unitarias, que excede en mucho al propio Obama, donde las mencionadas características configuran las improntas identitarias que asimilan  los elementos e instrumentos nacionales e internacionales de punición.
Por eso mismo, no creemos que la conducta del juez Griesa y el accionar de los fondos buitres pueda desagregarse de un sistema punitivo global, en el que interactúan torturas, escudos misilísticos, bombardeos, ocupaciones territoriales, primaveras, extorsiones, embargos y demás estrategias de dominación y control cuyos límites no queremos imaginar. Capaces de arrasar con los derechos decimonónicos fundamentales, pero también con la vida, la salud, los recursos naturales y el futuro mismo de la Humanidad.



[1]  Albright, Madeleine, The Today Show, entrevista de la NBC con Marr Lauerr, 19 de febrero de 1998, citada por Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p. 29.
[2] Para desarrollar una breve semblanza explicativa del concepto de glocalización en materia cultural, en tanto relacionamiento asimétrico entre un mundo globalizado y la reivindicación de los particularismos locales, aplicable a las prácticas y culturas punitivas contemporáneas, reproduzco un tramo del concepto que sobre el particular brinda Kevin Power: “La cultura cotidiana se encuentra en aumento, determinada por una combinación de signos y conceptos que se extraen tanto de lo local como de lo global (lo glocal) y el campo simbólico en el cual se forman las identidades culturales se mezcla cada vez más con signos híbridos y globales. Ya tenemos lo que algunos críticos han llamado la deterritorialización de la cultura contemporánea, estructurada por fuerzas semicaóticas, por patrones desiguales de intercambio cultural”, en Power, Kevin: “Descifrando la Glocalización”, en http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/172/powerHuellas3.pdf