Por Eduardo Luis Aguirre *

Desde los años 80', y aún antes, fuertes tendencias del procesalismo penal argentino bregaron insistentemente por la restitución a la víctima del conflicto, que le había sido arrebatado de plano desde la Inquisición, y que aún los sistemas mixtos se habían encargado de conservar en manos del Estado, como decidor en materia de violencia social, articulando formas y prácticas de enjuiciamiento y persecución penal donde el interés superior de este último subrogaba el interés de los propios ofendidos 1.

Hemos sido educados, así, y en el mejor de los casos, en la creencia de que la “devolución” del conflicto escamoteado posibilitaría la recuperación de los intereses de la víctima al sistema, propiciando instancias de resolución de conflictos superadoras del retribucionismo punitivo, la vindicta pública, la cultura cristalizada de los operadores, las lógicas binarias y castrenses del derecho penal, las narrativas inquisitoriales y sus nefastas consecuencias en materia político criminal y procesal, que acompañaron el paso histórico del conflicto a la infracción y de la creación de una nueva categoría cultural: el delito.
Esa suerte de re/privatización de los conflictos, a través de herramientas tales como la reparación como tercera vía, la justicia restaurativa, la composición, la mediación, la conflictología, las formas, en definitivas, alternativas a la pena de resolución de los conflictos penales, debería haber conducido a una recomposición más consistente y duradera de la armonía (paz) social, fuertemente afectada, respecto de la cual el rol de la víctima resultaba fundamental como desarticulador de aquellas lógicas regresivas 2.
Sin embargo, y a pesar del duro trayecto que han debido atravesar estas novedosas instituciones para incorporarse finalmente a los sistemas procesales de la región (muchos de ellos frenados por los habituales problemas de “implementación”), a partir de las renovadas negativas de las corporaciones jurídicas a conmover o reformular sus rutinas y prácticas ancestrales, lo cierto es que la víctima se ha comportado de una manera absolutamente distinta, cuando no opuesta, a las previsiones de los tratadistas.
Una saga de factores influyen para que, en general, la presencia de la víctima en el proceso haya constituido un factor donde el reclamo de “justicia” se analogiza al de mayor rigor punitivo. La cultura litigiosa, en rigor, bélica, de los abogados, y su escasa o nula formación humanista, sobre todo en materia de resolución alternativa de conflictos, ha terminado de convalidar que esa irrupción regresiva de un nuevo sujeto en el proceso, alcanzara ribetes dudosamente compatibles con el programa de la Constitución. También ha contribuido a estas consecuencias la ceguera ideológica que, en materia político criminal, se la instaurado desde las agencias políticas competentes respecto de ideas fuerzas tan opinables como la “impunidad” y la asimilación del “juicio” al “castigo”. Esos organismos deben hacerse responsables de su incidencia regresiva en materia de políticas vinculadas a la seguridad pública, para después resignificar el verdadero rol de ámbitos de atención de las víctimas, reivindicando el rol originariamente previsto respecto de las mismas frente al conflicto y los procesos penales.
Pese a que cada vez un porcentaje mayor de personas con aptitud laboral se dedica directa o indirectamente a administrar o resolver conflictos en la tardomodernidad 3, en la Argentina los discursos políticos de los últimas dos décadas, impregnados de un ligero e irresponsable oportunismo, intentaron en la mayoría abrumadora de los casos ponerse a tono de la mayor y creciente crispación de vastos sectores sociales, objetivamente afectados por el crecimiento de los estándares de conflictividad en el país y por la crisis de 2001, convalidando una nueva “sociología de la enemistad” 4, compatible con una lógica binaria a la que se acudió recurrentemente, con la pretensión de resolver problemáticas de notable complejidad echando manos a las decisiones más lineales y primitivas que, en materia legislativa, se recuerden.
En ese contexto, las medidas adoptadas desde el Estado generalmente apuntaron al endurecimiento de las leyes penales y la expansión “securitaria” (creación de nuevas figuras delictivas, determinación de la inexcarcelabilidad de un mayor número de delitos, generalmente a partir del aumento de los montos punitivos, etc.), lo que se transformó en una constante con lógica propia, reproducida y amplificada por los medios de comunicación masiva, que incidió de manera directa en el aumento de la población carcelaria en el país y se terminó incorporando fuertemente en el sistema de creencias hegemónico en una sociedad fragmentaria y fuertemente contrademocrática 5, donde la desconfianza (y el delito) configuran el nuevo articulador de la vida cotidiana y dan formas a consensos efímeros y cuestionamientos nihilistas, violentos y antiinstitucionales, aunque no antisistemas.
Este clamor, potenciado además en comunidades pequeñas en las que el “que se vayan todos” todavía no se ha retirado, donde el clamor social contrademocrático, el rumor y los medios de control social informales juegan un rol decisivo, incluso condicionando las decisiones de los tribunales de justicia y la actuación de los titulares de la acción penal (que actúan en defensa propia, generalmente optando por las decisiones que suponen “políticamente correctas” o en sintonía con ese nivel de demandas represivas) produjo los peores resultados esperables.
El recurso a la punición no solamente ha impactado en la última década de manera drástica en las tasas de encarcelamiento, sino que ha puesto al descubierto la escasa calidad institucional del estado; ha modificado el paisaje urbano y ha afectado decisivamente la convivencia armónica entre los ciudadanos, basada en la desconfianza respecto del “otro”. O, peor aún, convalidando y reproduciendo aquello que se identifica de manera indiferenciada como “opinión pública”. Este proceso contracultural no puede ser casual. Se entronca con una ideología totalizante, la primera que se ha logrado articular después del decreto del fin de la historia, que está en manos de una “nueva derecha” que pretende llevarse puesto a todo lo que se opone al pensamiento “único” y a los intereses que entiende en riesgos y sobre cuya legitimidad no está dispuesta a discutir. Esta ideología es portadora de un discurso vindicante holgadamente hegemónico. Lo reproduce el ciudadano común, partícipe adhesivo, y lo blanden también las víctimas. “La contrainsurgencia enfrenta un fenómeno global, la insurgencia. Que está en todas partes. La enfrenta con las armas -al viejo estilo- y con los mass media, al nuevo estilo. “Denme a un sujeto, pónganlo 16 horas frente a un televisor y tendré un sujeto-sujetado”, podría decir el guerrero comunicacional. La insurgencia se sofoca por medio de la verdad de la contrainsurgencia que los medios que le sirven imponen a la población. En nuestro país -único caso en el mundo- la contrainsurgencia cuenta con la “ideología taxi”. Aunque ya es posible sospechar que algunos de los buenos muchachos que manejan esos bichos negros y amarillos están puestos ahí por la contrainsurgencia. Algunos tienen tanto ardor, vehemencia, tanta información, un pensamiento tan estructurado que uno, lo quiera o no, elabora teorías conspirativas. (Sí, créalo: es improbable que algunos “tacheros” digan lo que dicen, sepan lo que sepan, o, lo más evidente, razonen con tal precisión por el sólo hecho de escuchar la radio mientras manejan y llevan a sus pasajeros de un lado a otro contrabandeando ideología de un modo efectivo y casi admirable”6.
Lo cierto es que la irrupción de la víctima en materia político criminal ha transformado al derecho penal en un sistema en permanente emergencia. Vivimos en un sistema penal de emergencia. Se amplía el horizonte de proyección del poder punitivo y el estado de policía para los delitos culposos, para los casos de agresión sexual, para determinados homicidios en función de la condición del agresor o de la víctima, para ciertos delitos contra la propiedad, para los casos de violencia de género; en fin, el estado de policía crece a expensas del Estado Constitucional de Derecho sin que las agencias (ni las corporaciones, porque esta inacción es claramente extensiva a los Colegios de Abogados) encargados de acotar ese poder punitivo propio del Estado de Policía se animen a poner coto a esos exabruptos inconstitucionales.


1.Conf. Maier, Julio: “Derecho Procesal Penal. Tomo I. Fundamentos”, p. 162, Editores del Puerto, Segunda Edición, 1996.
2 .“La irrupción repentina e incontenible de los intereses de la víctima al sistema penal y de la reparación como modo de resolución del conflicto social que representa el delito amenazan con transformar al sistema penal: de un sistema de regulación del poder estatal a otro cuyo fin principal sea la solución del conflicto y la reposición real de la paz social; la idea simple de sustituir la pena estatal por otro modo de reacción social frente al delito provoca el cisma….”, op cit. P. 374.
3. Lo que resulta particularmente preocupante en términos curriculares si aceptamos que, como dice Eduard Vinyamata, la mitad de la humanidad se dedica a la creación de bienes para vivir, mientras la otra mitad se dedica a la solución de conflictos. Vers sobre el particular, el libro “Conflictología” del autor, Ed Ariel, 4ta Edición, 2007, Barcelona, p. 23.
4. Conf. Gutiérrez, Mariano: “Una sociología de la enemistad”, disponible en www.derechopenalonline.com.
5. Conf. Rosanvallon, Pierre: “La contrademocracia”, Ed. Manantial, 2008.
6. Feinmann, José Pablo: “Bicentenario, tumbas y estatuas”, Ed. Del 11 de noviembre de 2009 del diario Página 12.

* Este artículo fue escrito en 2005 y solamente actualizado para su publicación. Integra un capítulo del libro "Criminalidad y Ciencia Penitenciaria", prologado por el Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni.