Por Francisco María Bompadre.


La equivocación quizás consista en tomar la inseguridad como un problema, cuando en realidad se trata de una cuestión. La diferencia es que, si el problema requiere una solución siempre del orden de lo técnico y dentro del ámbito de la objetividad; la cuestión -por el contario- exige una respuesta, que es del orden del discurso y que no es posible que sea tomada por definitiva.

Para J-C. Milner, presentar algo como un problema ya implica una despolitización, dado que clausura el debate al requerir necesariamente una solución y demarca así una opción ya predeterminada; mientras que plantearlo como una cuestión implica inscribirlo en el orden de lo siempre abierto. La derecha ha puesto al gobierno -en materia de inseguridad- como a Sísifo ante su piedra, esto es, en algo del orden de lo irresoluble: cuando Sísifo llega a la cima de la montaña, se sabe, nuevamente comienza el trabajo de ascenso, y así una y otra vez. El dispositivo comunicacional hace tiempo que conformó y delineó el estereotipo del homo sacer posgenocidio: el pibe pobre, escasamente escolarizado, precariamente ligado al mundo del trabajo, soberano de barrios que sobreviven día a día. En ocasiones se los menciona estigmatizándolo como “pibes choros”, a veces, incluso por una jueza -progresista- de la Corte Suprema, como “blancos móviles”. Ahí está todo dicho. Estos adolescentes y jóvenes saben que están en tiempo de descuento, que los escaparates y las vidrieras de los shoppings, en tanto nuevas catedrales de ciudadanía, sólo les son alcanzables como resultado de un buen botín. Qué lazo social le podemos exigir a aquellos que sólo pueden percibir la manera ostentosa en que desfilan delante suyo los beneficios del modelo agroexportador: ni siquiera las gotas del vaso lleno que rebalsa los puede alcanzar, sólo las balas, no hay teoría del derrame posible. ¿Por qué les parecerá a muchísimas personas tan obvio que deberían aceptar mansamente las vidas subordinadas que les tocó en suerte?

Material y simbólicamente derrotados, sin embargo, vienen a decirnos que no todo está bien en la sociedad. Y el grito se escucha tan fuerte que hace temblar intendentes y gobernadores, e incluso más. Si matan, uno se pregunta si no bastaba con robarles; si en cambio sólo roban la pregunta se ve desplazada a un muy cristiano por qué no pedirán en vez de robar; si por el contrario, finalmente se decidieran a pedir asistiríamos a un vergonzoso por qué no van a trabajar. Pero hay más, si en todo caso consiguen trabajo y reclaman y protestan, vuelve a cerrar el círculo nuevamente: “hay que poner orden”, “toman a los ciudadanos como rehenes”, “estamos presos de los trabajadores con estas formas de protestas”. Frases de este tenor que nuevamente le dan a la lucha política un lenguaje policial despolitizado. Ocultan así el rol dinamizador que todo conflicto cumple en la sociedad, y la consolidación de la democracia como forma social cuando ésta entiende al conflicto como una cuestión del orden de la permanencia estructural y no de la anomalía excepcional.

Frente a esto, la centroizquierda se debate entre la defensa de los sectores más vulnerables (una bandera histórica de esta identidad política) y el mantenimiento de un cierto caudal electoral, que se espanta minuto a minuto con una buenos aires africanizada, y que, como si fuera poco, repercute homogéneamente en un país con realidades bien distintas. El lenguaje utilizado por la derecha mediática no deja dudas: caos, ciudad cercada, tierra de nadie, matar por matar. La izquierda no puede salir a corto plazo del atolladero con los medios de comunicación decididos a horadar día a día al poder político y al lazo social con el tema de la inseguridad bajo las lógicas del miedo, Sin lugar a dudas, cuando la política se vuelve tan liberal (y lo que llamamos democracias liberales son más bien liberalismos democráticos al decir de José Nun) la violencia se desplaza de su lugar propio que es la política y se va dispersando en toda la sociedad. Si el liberalismo hace de la política el lugar del consenso y el diálogo, está olvidando (fiel a su estilo artero de ocultar siempre algo) que la violencia volverá por sus fueros. Ho hay forma de erradicar la violencia, que es constitutiva de la sociedad, bien lo sabía el maestro vienés. Si el liberalismo sigue insistiendo, y trata a la violencia como un problema que necesita de una solución, seguiremos siempre tras el búho de minerva en la cuestión de la inseguridad, discriminando tan sólo si las balas provienen del Estado o ahora, también del -liberal- interés privado.