Por Eduardo Luis Aguirre



La fragmentación política y territorial de la ex Yugoslavia, perpetrada a manos de las grandes potencias occidentales, fue una de las evidencias más claras de la existencia de un nuevo orden mundial durante la denominada "modernidad tardía". Un sistema de control global que, con posterioridad a este ensayo en Europa, se reprodujo sin solución de continuidad en distintos países, incluso en Latinoamérica. La técnica de la exacerbación de las pasiones como pretexto para las intervenciones foráneas necesitan de fuerzas internas y gobiernos propios que auspicien esos enfrentamientos, generen las condiciones para agudizas las contradicciones y exaltar las pasiones Hoy no es un día cualquiera en la Argentina. Tampoco lo fue ayer. En realidad, ya casi ninguno lo es. Al influjo de estrategias flamígeras elucubradas desde el poder, cualquier reclamo se transforma en excusa, cualquier debacle habilita la degradación institucional y democrática. Un decreto, una ley, una medida impopular adoptada ex- profeso no suponen medidas azarosas. La política de lo siniestro y lo siniestro de la política permiten conjeturar sobre un hilo conductor, una experiencia luctursa que se abate sobre los pueblos. Cualquier parecido no es pura casualidad. Por eso queremos ocuparnos de formular esta suerte de alerta, seguramente tardía. 

Para aclarar los puntos de contacto sobre este continuu histórico, volvamos por un momento a la Antigua Yugoslavia. Dede la segunda posguerra y hasta las postrimerías del Siglo XX, los Balcanes expresaban un experimento institucional, geoestratégico y social sin precedentes. Yugoslavia era, con sus contradicciones y opacidades, un país equitativo y promisorio, cuyas singularidades sociales, económicas, culturales y políticas lo diferenciaban claramente del resto de las burocracias socialistas europeas.

Una experiencia autonómica tan distante del Pacto de Varsovia como de la OTAN.

Es obvio que Estados Unidos y sus aliados habían advertido que resultaba intolerable, para el nuevo paradigma hegemónico del capitalismo global, conservar en medio de Europa un país socialista no estalinista. El conflicto se precipitó, en síntesis, con la decisión de Estados Unidos y sus socios europeos –en especial, Alemania- de recolonizar las antiguas repúblicas que formaron la Unión Soviética y sus estados aliados.

El caso de Yugoslavia fue atípico. El país no había tenido el grado de dependencia de la gran potencia comunista que sí exhibían el resto de las naciones alineadas con Moscú (por el contrario, lideraba las políticas mundiales de no alineamiento). Por el contrario, debe recordarse que en 1948, la URSS condenó públicamente las políticas autonómicas de Tito y la situación derivó hacia tales niveles de tensión que hicieron temer un ataque militar contra Yugoslavia. Belgrado conserva todavía los refugios construidos en esos años para el caso de un hipotético ataque del Kremlin.

Para algunos analistas, la indocilidad yugoslava para con los designios de Moscú es otro de los factores que ayudan a explicar la pasividad rusa durante el proceso ulterior de fragmentación del país balcánico a manos de la OTAN.

En todo caso, Yugoslavia, que había salido muy debilitada de la Segunda Guerra Mundial (entre otros factores, debido a su enfrentamiento con Moscú y los demás países socialistas, iniciado en 1948), alcanzó durante la posguerra –en buena medida, gracias a su política de no alineamiento- una calidad de vida más que aceptable en comparación con el resto de los países de la cortina de hierro.

La población en general gozaba de mayores libertades políticas y derechos civiles que el resto de los países socialistas, y además de una economía sólida y autogestionaria, poseía una ubicación geopolítica privilegiada "porque era un lugar de acceso terrestre, o especialmente fluvial a través del Danubio, a las grandes reservas energéticas en Oriente Medio y especialmente a la zona del mar Caspio"[1].

El derrumbe del socialismo real, dejó a Yugoslavia a la intemperie en medio del nuevo planisferio diseñado por el neoliberalismo hegemónico. El imperialismo percibió rápidamente esta debilidad sobreviniente.

Se trataba de una oportunidad geopolítica única. Rusia, un aliado histórico de Serbia (con las idas y vueltas que ya describimos), atravesaba el período de postración, debilidad y retroceso más grave de su historia política.

Conclusión: el pequeño país, epicentro de la creación del Movimiento de los No Alineados, se encontraba -a principio de la década de los noventa- a merced de la barbarie imperial.

Rápidamente, Occidente comenzó a profundizar las contradicciones latentes  al interior del país desde la finalización de la segunda guerra. Y puso en práctica lo que, con el correr de los años, Gene Sharp denominaría “doctrina de los golpes blandos”, intentados con suerte diversa en Medio Oriente, América Latina, Ucrania y tal vez la propia Rusia de nuestros agitados días de crisis de gas y petróleo inducida por Araba Saudita y Estados Unidos.

Aunque, en el caso yugoslavo, el desmembramiento territorial y político se produjera, finalmente, como consecuencia de la masacre llevada a cabo por las principales potencias capitalistas, a través de su brazo armado, la OTAN. Prescindiendo  inicialmente, incluso, de su funcional fachada institucional, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

La exacerbación de las pulsiones nacionalistas desatadas previamente en el seno de la federación adquirió una importancia decisiva en el desenlace. Sobre eso queremos reflexionar. Sobre la agitación de las pasiones y las “intervenciones humanitarias”. En definitiva, sobre la invasión precedida por la profundización intencionada de las tensiones internas. 

El 4 de mayo de 1980 murió Josip Broz, Tito, que había gobernado el país desde 1953. Con su desaparición, había comenzado el debilitamiento irreversible de una experiencia política unitaria basado en la hermandad y la solidaridad de los pueblos eslavos del sur, que duró 35 años.

El clima social se enrareció, y no se pudo (o no se quiso verdaderamente) poner fin a la fermentación creciente de una sociología de la enemistad, el germen imprescindible para la partición sobreviniente. Se fue generando, al influjo de una crisis económica real, cuidadosamente profundizada por los países europeos, el imperialismo norteamericano y los grandes organismos de crédito internacional, una “otredad negativa”, de resultas de la cual, muchas veces, la causa de los acuciantes problemas fue atribuida por buena parte de la población, al accionar  de uno u otro grupo étnico o social.

La atribución de una otredad negativa, como es sabido, entraña un proceso de destitución de la condición ciudadana, a partir de  una concepción excluyente y estigmatizante, llevada a cabo por razones políticas, sociales, culturales, ideológicas o raciales[2]. La agudización de las contradicciones y de distintos malestares, tales  como la desconfianza, la intolerancia, el miedo y los prejuicios respecto del otro, son algunos de los elementos que tienen la suficiente envergadura como para convertirse en el germen de las más terribles expresiones de violencia colectiva moderna. Después de eso, es más sencillo presagiar las tragedias sobrevinientes: “De aquellas primeras reivindicaciones obreras, de cambios en la economía, estrangulada por la burocracia y cada vez menos eficaz, de mejores condiciones laborales, de supresión de las diferencias sociales y de la corrupción creciente, de repente, se pasó a las generalizadas polémicas políticas entre los Gobiernos de las Repúblicas –sobre el agotamiento del sistema federal; las ventajas de las relaciones confederales asimétricas; la eliminación del Ejército Federal como árbitro político; la necesidad de grandes inversiones extranjeras y su orientación; el subdesarrollo de regiones y autonomías; el atropello y el desprecio de los derechos históricos de pueblos y minorías; la artificialidad de las fronteras entre las repúblicas; la rectificación de errores históricos y sobre la injusticia- y a las auténticas peleas inoportunas, con amenazas de secesión de partes del país. Sentados a la misma mesa de mando desde la que seguían dirigiendo el país omnipotentemente, los que durante decenios habían pregonado la hermandad y unidad de los pueblos, no sólo no conseguían ponerse de acuerdo en lo más mínimo, sino que eran incapaces de intercambiar una sola palabra sin entrar en fuertes críticas y reproches e incluso insultos personales. En defensa de sus posturas y propósitos llenos de fanatismo y obstinación nacionalista, cada uno buscaba el apoyo de su pueblo, así que el país se inundó con todo tipo de referéndum, peticiones, asambleas, mítines y manifestaciones, acompañados de la decoración e iconografía adecuadas. Saltaban chispas de las consignas incendiarias y de los discursos dramáticos llenos de advertencias peligrosas, destinados tanto a la parte contraria como a los que no estaban allí y no entendían, o no querían entender, la importancia de ese  momento y que no se rebelaban en defensa de la causa noble, gloriosa y justa de su pueblo. En esa insoportable incandescencia tampoco faltaron refriegas. Empezaron a oírse disparos en los pueblos en Croacia. Los primeros relatos aislados sobre los grupos y bandos que se estaban armando y que aterrorizaban a la gente con sus disparos y alaridos nocturnos, campesinos que organizaban guardias y levantaban barricadas, las investigaciones tardías e ineficaces de la policía, llegaron pronto a la televisión, provocando con su imagen sombría la incredulidad, la confusión y el miedo, presagiando las discrepancias insalvables y las futuras rupturas definitivas”[3].

La escalada militar ulterior, durante la cual la OTAN arrojó sobre Yugoslavia decenas de miles de toneladas de bombas y misiles, causando un número indeterminado de víctimas fatales entre la población civil, culminó con la impunidad absoluta de los perpetradores.

Un elemento más que caracteriza lo que hemos definido anteriormente como un sistema de control global punitivo.

Pero además, la invasión militar fue exhibida al resto del mundo de una manera absolutamente sesgada y tendenciosa por parte de las principales cadenas informativas imperialistas, que no trepidaron en falsear olímpicamente la realidad de lo ocurrido durante ese duro conflicto.

Los agresores fueron presentados como defensores de los Derechos Humanos, la libertad y la democracia, y las víctimas, como totalitarios nostálgicos, nacionalistas “extremos” que no alcanzaban a comprender las bondades de un bombardeo que durante meses asoló a un país cuyo pecado capital fue no haberse allanado a los designios imperiales. “Por supuesto, el relato que se ha ofrecido de los conflictos que generó la descomposición de Yugoslavia, también ha sido fragmentado, y eso desde sus mismos inicios y hasta la última de las guerras. La de Kosovo no se suele relacionar con la de Bosnia, la de Eslovenia ni siquiera con la de Croacia, no digamos con la Macedonia –que para muchos ni siquiera existió-, y así sucesivamente. Y también se huye sistemáticamente de relacionar las Guerras de Secesión yugoslavas con los acontecimientos acaecidos con posterioridad. En consecuencia, esa cadena de con&ictos ha quedado en la memoria popular como una colección de crisis confusas, algo así como una compleja maraña de odios descontrolados, conectados con rencores enraizados en el pasado remoto. Una explosión seguida de un incendio que, en todo caso provocó el malvado Slobodan Milošević o «los serbios» (en abstracto), y que una bienintencionada «comunidad internacional» logró extinguir con más pena que gloria. Sin embargo, «Milošević-los serbios» no tuvieron que ver con la primera de esas guerras (Eslovenia) ni con la última (Macedonia). Es un dato interesante a tener en cuenta, porque el único principio que se nos presenta como unificador, no es tal; y el hecho de que no hubiera intervenido en el desencadenamiento de dos de las cinco guerras, prueba que hubo otros factores que sí actuaron en el estallido y desarrollo de todas ellas”[4].

El asalto militar fue el último tramo de un meticuloso entramado destituyente que inauguraba una época pródiga en primaveras y golpes de estado no convencionales.

La doctrina de los golpes blandos, debe recordárselo, concibe una primera etapa de exacerbación de la conflictividad y las diferencias al interior del país que se propone desestabilizar, para continuar con el “calentamiento de la calle”, la organización de manifestaciones de todo tipo, potenciando posibles fallas y errores de los gobiernos, la necesaria guerra psicológica, los rumores, y la desmoralización colectiva, hasta terminar con la dimisión de los gobernantes. Allí jugó un rol decisivo la organización OTPOR (imagen), exportada luego a las distintas "primaveras" y golpes suaves perpetrados en todo el mundo con diversa suerte, incluida América Latina.

En el caso de Serbia, Occidente no necesitó que renunciaran sus gobernantes y líderes (de hecho, Slobodan Milošević fue derrotado en elecciones presidenciales en el año 2000, y en 2001 puesto a disposición del Tribunal de la Haya por parte del propio gobierno de su país). Los entregó para que fueran juzgados por un tribunal internacional ad-hoc, uno de los más fuertemente cuestionados de la historia de la justicia y el derecho internacional, como habremos de ver.

La exacerbación de la conflictividad comenzó, como es conocido, con la estimulación sistemática de las diferencias. La exaltación de la diversidad pivoteó sobre el falseamiento de hechos históricos, las diferencias religiosas, “étnicas” y políticas.

El otro, que antes era un connacional, comenzó a percibirse entonces como un enemigo. Es decir, se construyó una otredad negativa como forma simplificada de explicación de la crisis nacional precipitada particularmente por Alemania y de allí a las pulsiones “independentistas” made in occidente, hubo un solo paso.

El calentamiento de la calle contó con el aporte decisivo de una cobertura tan inusual como falaz  por parte de las grandes cadenas informativas de los países centrales.

Y los yerros del gobierno de Belgrado, sirvieron en última instancia, para inaugurar la sistemática demonización del país y de sus referentes políticos y militares: el pretexto perfecto para desatar una guerra “humanitaria” sobre los Balcanes.

Fue recién en 1992 cuando la principal potencia europea logró el objetivo estratégico de controlar la ruta del petróleo y el gas proveniente  del Cáucaso y Oriente Medio. De hecho, en 1992, el ministro bávaro del Interior declaraba: «Helmut Kohl ha conseguido lo que no obtuvieron ni el Emperador Guillermo ni Hitler»[5] .

Si bien la guerra en Eslovenia fue efímera (la “guerra de los diez días”), el conflicto con Croacia fue singularmente cruento, y en 1992 se sumó Bosnia-Herzegovina al movimiento separatista desembozadamente promovido por las potencias de la OTAN.

Kosovo se convirtió, finalmente, en el epicentro emblemático del conflicto, que luego signaría de manera decisiva el destino del país.

La esperable defensa de los serbios de una parte emblemática de su territorio fue la excusa perfecta para que los actores imperiales clamaran, ahora sí,  por la intervención de las Naciones Unidas a través de su Consejo de Seguridad, una de cuyas funciones es, curiosamente, velar por la paz y la seguridad internacional.

Las consecuencias de esta intervención, más allá de las motivaciones explícitas convencionales, apuntaban a inferir a Serbia una derrota ejemplificadora.

El objetivo era obligarla, en primer lugar, a aceptar el amargo y compulsivo designio de terminar pugnando por ingresar a la Unión Europea, acatando la implementación de recetas recesivas y regresivas por parte de los organismos internacionales de crédito, previo desguace de su economía nacional, su organización política y sus conquistas sociales.

Actúa en este caso, por primera vez, una OTAN “reconvertida”. Este “nuevo papel” de la alianza militar de occidente, respondía en buena medida a la disolución de la hipótesis de conflicto que justificara históricamente su creación. Más claramente, al desaparecer el Pacto de Varsovia, era esperable que lo propio ocurriera con la fuerza defensiva de occidente. Sin embargo, el conflicto de los Balcanes permitió  la redefinición de los objetivos de la OTAN y, fundamentalmente, a ampliarlos.

[6]

La OTAN, en este nuevo marco, ya no será una alianza “defensiva” estratégica (de hecho, el de los Balcanes fue el primer ataque llevado a cabo en 50 años), sino el brazo armado de una estructura sistémica que refleja el unilateralismo global en materia militar, y también la preponderancia de los organismos financieros, las grandes multinacionales, los más influyentes medios masivos de comunicación del mundo y aún las instituciones y organismos supuestamente concebidos para garantizar valores globales tales como la paz, la democracia y la libertad de los pueblos del planeta.

Por eso, vale reiterarlo, en la guerra intervinieron contra Yugoslavia, además de los ejércitos más poderosos del mundo, las coaliciones económicas, financieras e institucionales encargadas de la custodia y reproducción de las relaciones capitalistas de producción. También los grandes medios comunicacionales de occidente y hasta las agencias jurisdiccionales internacionales. El Tribunal Penal para la Antigua Yugoslavia, por dar un ejemplo, no ha persiguió ninguno de los crímenes colectivos cometidos por la OTAN.

Si no se entiende este particular costado del análisis, no puede comprenderse la singularidad del conflicto.

Porque si bien no hay dudas que, también en este caso, el capitalismo intentó sufragar una vez más sus crisis cíclicas con el recurso a la guerra, esta contienda añadió un condimento especial: el debut de una nueva coalición global punitiva, un sistema de disciplinamiento global que utiliza las armas pero también la potencia descomunal de los mercados, la propaganda de las grandes cadenas afines, un sentido común hegemónico y, por si esto fuera poco, los organismos e instituciones que conforman la denominada eufemísticamente “comunidad internacional”, capaces de legitimar instancias destituyentes hasta ese momento casi desconocidas. También, desde luego, las agencias orgánicas de poder mundial (particularmente, el Consejo de Seguridad de la ONU) destinadas a propagar un sistema jurídico afín al establishment imperial.

A partir de ese momento, reiteramos,  los crímenes de masa, las intervenciones “humanitarias” y preventivas, las “guerras justas”, los nuevos enemigos creados por el imperio y la violencia “legítima” internacional, debieron, necesariamente, entenderse como la consolidación de este nuevo sistema de control global punitivo, que implicaba  un proceso de transformación sociológica y geopolítica fenomenal, que a su vez demandaba un derecho y prácticas de control global punitivo en permanente estado de “excepción” y emergencia continua. Una violencia naturalizada que se ejercita a través de las armas, la propaganda, las sanciones económicas y la colonización cultural.

El  novedoso sistema de control global punitivo constituye, de esa manera, una nueva forma de dominación universal que se apoya en retóricas, lógicas, prácticas e instituciones de coerción, la más violenta de las cuales es la guerra.

Una guerra de cuño imperial. De características diferentes a los conflictos armados que acaecieron hasta la Guerra Fría. Una guerra que ya no busca anexar grandes espacios geográficos o asegurar mercados internacionales, sino que encarna grandes disputas culturales, gigantescas empresas propagandísticas que se emprenden con el objeto de imponer valores, estilos de vida, sistemas de creencias compatibles con la visión imperial del mundo. Y que incluyen, por supuesto, la vocación de apropiarse unilateralmente de recursos naturales escasos (en este caso, las rutas del petróleo y del gas) y la utilización de arsenales bélicos y comunicacionales de última generación. Porque en estas guerras no se tiende solamente a lograr victorias militares, sino también a imponer relatos, narrativas y productos culturales compatibles con los intereses “humanitarios” del imperialismo, e infligir a los vencidos derrotas aleccionadoras en el plano  político y moral. Aunque éstas impliquen, paradójicamente, la perpetración de horribles crímenes contra la humanidad. Como ya dijimos, cualquier parecido con la realidad, no es mera casualidad.



[1] Itulain, Mikel: "El origen de la guerra en Yugoslavia", disponible en http://miguel-esposiblelapaz.blogspot.com.ar/2012/10/el-origen-de-la-guerra-en-yugoslavia.html

[2] Aguirre, Eduardo Luis: “La cuestión del denominado “autogenocidio” y la construcción de una otredad negativa”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2013/03/la-cuestion-del-denominado.html.

[3] Djordjevich, Branislav: “Lugares lejanos, gente desconocida”. Editorial Círculo Rojo, Sevilla, 2012, p.

[4] Veiga, Francisco: “A veinte años vista del 25 de junio de 1991”, disponible en http://balkania.es/resources/Veiga+2.pdf.

[5] Collon, Michel: “TEST - MEDIOS : ¿ Cuánto valía nuestra información sobre la fragmentación de Yugoslavia ?”, disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=28190

[6] Vuksanovic, Aleksandar; López Arriba, Pedro; Rosa Camacho, Isaac: “Kosovo: La coartada humanitaria”, ed. Vosa, Madrid, 2001, p. 107.