Se denomina “genocidio reorganizador” a aquella práctica social que recurre al exterminio sistemático de un “otro” previamente construido (y desvalorado) al que se decide aniquilar para reorganizar una determinada sociedad en base a la cosmovisión de los perpetradores.



El genocidio reorganizador es una caracterización que se corresponde con la modernidad. Por supuesto que el extermino masivo de seres humanos es un fenómeno incorporado a la historia humana desde tiempos inmemoriales.

Las tradiciones religiosas y las narraciones clásicas aluden a los exterminios ocurridos durante el arrasamiento de Troya por los griegos, el aniquilamiento de Cartago por los romanos, las sangrientas campañas del Gengis Khan, las  cruzadas, las guerras de religión en Francia y más recientemente, la conquista de América.

El concepto de “genocidio”, en su acepción contemporánea, constituye un insumo teórico acuñado recién a comienzos del siglo pasado como resultado del asesinato de un millón y medio de armenios por parte del Estado turco, que continuara con el holocausto judío a mano de los nazis. 

La pregunta que pretendemos hacernos es si, efectivamente, el crimen masivo de armenios ha sido el primer genocidio moderno, o si esta afirmación soslaya el caso de los pueblos originarios de América Latina, cuyo exterminio constituye un supuesto emblemático y previo de genocidio en clave reorganizadora.

La denominada eufemísticamente “Conquista del Desierto”  se hizo para ampliar el horizonte de proyección capitalista dependiente y las fronteras agropecuarias del país oligárquico incipiente, consciente de la feracidad y las riquezas incalculables de las tierras que se ocupaban, pero también para desmontar una cultura milenaria y disfuncional de los “distintos” que se resistían a un proceso violento de aculturación.
La disputa militar se planteó en términos de antagonismo por la tierra; entendida, de un lado, como un bien económico, y del otro, como un espacio para la vida, ya que entre los pueblos originarios no existía la propiedad privada, al menos como es concebida en las sociedades occidentales.

La masacre victimizó a una civilización ágrafa, lo que dificulta indudablemente la recolección de datos más precisos sobre el genocidio.

Esto provocó, además, que la única historia capaz de ser retransmitida de generación en generación, a través de la palabra escrita, fuera la de los “vencedores” o genocidas, que construyeron culturalmente a lo largo de los años una épica de la “conquista”.

Una impactante entrevista efectuada a Diana Lenton (antropóloga social, docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires, especializada en antropología histórica y política) y Walter Del Río (historiador, magister en Etnohistoria de la Universidad de Chile, doctor en antropología, becario del Conicet y autor del libro “Memorias de la expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia”) nos sitúa acertadamente en tiempo y espacio y aventa cualquier polémica sobre el tema. A ella remitimos por razones de espacio
(1).

A fines del siglo XIX, los pueblos originarios fueron definitivamente sometidos por los gobiernos chilenos y argentinos.

En 1884 se entregó el emblemático cacique tehuelche Inacayal. Fue tomado prisionero y terminó sus días  exhibido como una curiosidad antropológica en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La Plata, uno de los más importantes de América, en pleno apogeo del pensamiento positivista (2). Comenzaba de esa manera un proceso de destitución y marginación social sin precedentes para los sobrevivientes, y un trauma colectivo que impactó decididamente sobre la posibilidad de reconstruir los lazos de solidaridad y la cultura previa a la catástrofe.

Los pueblos originarios habían perdido su tierra, su idioma, su libertad, su cultura, sus creencias, y hasta sus apellidos originarios, que fueron sustituidos por otros españoles (3).

 De una manera sintética podría concluirse que, en la etapa de acumulación primitiva de capital, el Estado argentino masacró literalmente a los pueblos originarios, y además utilizó a los sobrevivientes y a los gauchos mestizos como mano de obra barata, o como trabajadores a destajo en condiciones infrahumanas, destinados a engrosar una fuerza de trabajo libre y disponible, apta para la conformación y confirmación de un sistema capitalista agroexportador.

En el mejor de los casos, los indios aptos para trabajar fueron desplazados a los ingenios azucareros tucumanos, con cuyos dueños el propio General Roca tenía anudados fuertes vínculos políticos, para paliar la escasez de mano de obra (3).
En el Museo de La Plata, uno de los bastiones históricos del pensamiento antropológico positivista y biologicista de América (4), los caciques y sus familiares eran exhibidos vivos a los visitantes a fines del siglo XIX; muchos otros -sobre todo, mujeres- fueron puestos a trabajar compulsivamente en tareas de limpieza del edificio, hasta que morían.

El museo llegó a albergar y exhibir, como trofeos de guerra, miles de cráneos, cerebros enteros (con las respectivas mediciones, cortes y fotografías, como fue el caso de Inacayal), más de 60 esqueletos armados y una decena de momias, pertenecientes todos a pobladores originarios cautivos o muertos durante el genocidio (5).
Pero existe otro dato peculiar de aquel primer genocidio argentino, que lo erige en auténtico precedente de un fenómeno que puede admitirse como la génesis de una cultura “concentracionaria” y pone en crisis el relato unánime que sindica al genocidio armenio como el primero de la era moderna. Dicho en otros términos, en la patagonia argentina existieron campos de concentración sesenta años antes que en Auschwitz. Este tipo de prácticas de confinamiento configura uno de los rasgos fundamentales a la hora de caracterizar a los genocidios reorganizadores. Un campo en Valcheta, Río Negro, en 1879 (foto), es un dato no demasiado conocido, pero de indudable potencia para la reconstrucción histórica reciente de un país cuyo estado en manos de élites liberales ha perpetrado, al menos, tres procesos sucesivos de aniquilamiento, si a la catástrofe del sur añadimos la guerra del Paraguay y el genocidio reorganizador perpetrado por la última dictadura cívico militar.

(1)   Reportaje de Leonardo Herreros, disponible en www.mapuexpress.net 
(2) Colectivo Guias (Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
(3)  Cieza, Daniel: “La dimension laboral del genocidio en la Argentina”, en Revista de Estudios sobre genocidio”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, noviembre de 2009, Volumen 3, p. 69.

(4) Del Río, Walter: “Historia de Nosotros. Sabían llorar cuando contaban. Campos de concentración, deportación y torturas en la Patagonia”, disponible en http://www.ctera.org.ar/iipmv/publicaciones/Cuaderno6/Doc/1800/nosotros.doc
(5)  Colectivo Guias (Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
Referencia complementaria: Aguirre, Eduardo Luis: “Delitos de lesa humanidad y genocidio”, Tesis Doctoral, Universidad de Sevilla”, 2012.